Círculos
Parte 1: 6 a.m.
A las 6 de la
mañana del viernes 15 de septiembre, Marina apagó su despertador, como siempre
lo hacía, y dio gracias de que fuera el último día de la semana. Entró al baño,
como era su costumbre, y observó su rostro en el espejo: la sombra oscura
debajo de sus ojos servía de recordatorio de las 3 horas de sueño que había
tenido aquella noche.
Pegado al espejo,
encontró el papel cuadrado amarillo que Joaquín dejaba siempre que se iba a
trabajar: “El amor es como el viento” decía, escrito con su puño y letra, “no
podemos verlo, pero podemos sentirlo. ¿Ya te dije lo hermosa que estás hoy?”.
Siempre le arrancaba una sonrisa, y pensó que, si a Emilia le complacía la
presentación de hoy, tal vez por fin podrían tener la luna de miel que tanto
esperaban.
Parte 2: 6:20 a.m.
Antes de las seis
de la mañana, había pocas almas que circularan las calles de la ciudad de
Buenos Aires, y no sin razón. Esteban miró con impaciencia el reloj y luego se
dirigió a la puerta, y al reloj nuevamente. Habían pasado ya 20 minutos de las
seis de la mañana y estaba impaciente por irse; pero el pibe no llegaba.
A pesar de tener
poco más de veinte y aspecto de haber usado los mismos jeans durante los
últimos 10 años, Joaquín era buen pibe y laburador. Muchas veces llegaba antes
de las seis y le decía: “Vaya, don Esteban, yo me ocupo”. Pero hoy no era el
caso.
Abrió uno de los
cajones del escritorio y comenzó a revolver el montón de papeles que tenía allí
guardados: por algún lado debía tener el teléfono, tal vez la mujer supiera
algo.
Esteban sabía que
se habían casado hace poco y que todavía no habían podido irse de luna de miel.
Sabía que su mujer (¿María? ¿Mariana? ¿Marina? Ya no se acordaba) trabajaba en
un barcito de la peatonal Florida y estudiaba arquitectura en la de Buenos
Aires.
Por lo bajo dijo
un insulto, cuando no encontró el papel.
-¡Ay, pibe! Espero
que no te haya pasado nada – murmuró, chequeando nuevamente el reloj.
Parte 3: 5:50 a.m.
Joaquín maldijo
por lo bajo cuando el milico le hizo señas para que desviara el auto. El reloj
de pulsera marcaba las 5:50. Encima que ya iba llegando tarde, tenía que ser
justamente el mismo día que los milicos estuvieran por el barrio. Cuando bajó
la ventanilla, un tipo alto y de voz profunda le dijo:
-¡Afuera!
Él abrió la puerta
y salió; sin esperar a que se lo pidieran, entregó los documentos. El oficial
revisó los papeles con toda tranquilidad, fue a la parte trasera y chequeó la
chapa patente, fue y habló con otro oficial. Fue en ese momento cuando Joaquín
se acordó cuanto odiaba que los milicos hijos de su madre se tomaran todo el
tiempo del mundo. Cuando el oficial volvió, prosiguió a hacerle las preguntas
de rigor: que quién era, dónde vivía, a dónde iba, dónde trabajaba, y así hasta
que Joaquín cometió el error:
-Disculpe, oficial
¿Hay algo mal? Es que llego tarde al laburo, ¿vio?
-¿Así que está
apuradito?– le respondió el oficial, mientras se le acercaba- ¡Pero mire usted!
¿Ve este gorrito? –Dijo, señalándose la cabeza- Mientras yo tenga este gorrito,
la razón es mía. Así que si yo decido que usted se queda acá, se va a quedar
hasta que a mí se me acurra, ¿soy claro, pibe?
Pero la…, pensó.
Llegaba tarde, y el milico no lo iba a largar.
Parte 4: 8 a.m.
Como vio que no
llegaba, Marina apuró el paso. La maqueta le pesaba, pero era consciente de que
lo que contenía era importante. Tal vez lo más importante. Una vez más sintió
la punzada de remordimiento y culpa que surgía al recordar cuánto le estaba
mintiendo a su marido. Si el supiera… si supiera quién era verdaderamente
Emilia…
Cuando tocó el
timbre del número 560 de Lavalle, una voz femenina preguntó:
-¿Quién es?
-Vengo a ver a
Emilia- fue su respuesta.
La mujer que le
abrió la puerta primero se aseguró de que nadie la hubiera seguido, y cerró
nuevamente la puerta.
-Está arriba- le
dijo.
Incómoda por la
maqueta Marina subió cuidadosamente las escaleras y entró en la habitación que
le resultaba tan familiar. Dejó la maqueta a un lado y se refregó los ojos.
-Hoy estás
destruida- dijo una voz.
Cuando Marina
levantó la cabeza, vio a “Emilia” con su clásico traje y sus inconfundibles
bigotes.
Parte 5: 6:45 a.m.
Joaquín venía
ensayando sus disculpas a Esteban desde que el milico lo largó. Estaba tan
enojado y tan distraído que no se dio
cuenta cuando seis hombres de anteojos negros bajaban de un Ford Falcon verde.
Parte 6: 8:05 a.m.
Al instante Marina
se dio cuenta que algo andaba mal. Félix –o “Emilia”- evitaba mirarla a los
ojos y, en cambio, corría apenas las cortinas del cuarto y observaba a lo largo
de la calle. Era como si esperara algo.
Un escalofrío le
recorrió la espalda cuando ella preguntó:
-Félix, decime,
¿qué pasa? Mirá que la información te la traje completita, no te preocupes.
Nadie se dio cuenta, además…
-Perdoname, Mari-
la interrumpió-, no quería ser yo el que te lo dijera.
-Félix- dijo,
poniéndose seria, y sacándose su sobretodo rojo- ¿qué pasó?
-Primero, quiero
que sepas que el testigo es de primera mano, lo vio todo; es un ex policía,
¿viste? Pero, además, es un amigo.
Parte 7: 6:46 a.m.
El destino quiso
que el ex policía, Esteban Suárez, se asomara a las 6:46 de la mañana del día
viernes 15 de septiembre de 1978 y viera, con sus propios ojos, cómo un grupo
de hombres de anteojos negros se acercaba sigilosamente a un Joaquín distraído.
Le gritaron: ¡EH, PIBE!; y cuando él se dio vuelta le dieron un golpe en la
nuca. La acción duró poco, después de golpearlo lo subieron a un Ford Falcon
verde y la calle volvió a estar tan tranquila como antes.
Se quedó
paralizado por un momento, y luego volvió al teléfono. Esta vez marcó los
números que conocía demasiado bien.
-¿Félix, te
despierto? – Él sabe que no lo despertó, ese tipo no duerme nunca – Escuchame,
¿laburás con un pibe de nombre Joaquín? Espósito, de apellido.
Esteban no cree lo
que le cuenta. ¿La piba? ¿Marina?
Esteban se reclina
sobre su asiento mientras observa a los empleados entrar de a poco. Él nunca
los ve y ellos siempre lo veían a Joaquín. Cuando le preguntaban respondía: “No
sé, hoy no vino” y ellos seguían con su rutina. Volvió a recordar las palabras
de Félix antes de que éste colgara: “Estamos muertos, viejo, aniquilados. Nos
están bajando de a uno, ya nos convertimos en fantasmas”
Parte final: 9 a.m.
El viernes 15 de
septiembre del año 2000, Eduardo lleva ocupado su asiento de costumbre, justo
al lado de la ventana que daba a la avenida, desde las 8. Mira su anotador y
relee el texto que ha escrito. Es basura, concluye, al tiempo que tacha todo el
párrafo.
La campanilla del
barcito de la peatonal Florida suena cuando entra una de las meseras, con un
sobretodo rojo, y, sin mediar palabra, se pone el delantal.
Cuando ella se
acerca a su mesa para preguntarle si quiere más café, él puede darse cuenta que
ha estado llorando. Curioso, se pregunta por qué. Así, casi sin pensarlo, toma
nuevamente la lapicera, mientras la chica rellena su taza, y escribe las
palabras que darán comienzo a su relato: “A las 6 de la mañana del viernes 15
de septiembre, Marina apagó su despertador, como siempre lo hacía, y dio
gracias de que fuera el último día de la semana…”